cat04 ¿Realmente Puede Salvarnos la Fe de Nuestros Padres?

¿Realmente Puede Salvarnos la Fe de Nuestros Padres?

La importancia de decidir por uno mismo
Por David Boanerge
[cat04] ©2006 www.folletosytratados.com
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En muchas ocasiones las personas dicen creer en alguna cosa simplemente porque así se los inculcaron sus padres. Ya sea por tradición o por costumbre, muchas personas manifiestan tener una fe “heredada” de aquellos que los precedieron, es decir, sus padres y sus abuelos.

Esta actitud es en realidad un poco arriesgada, inclusive temeraria. Es peligroso y poco sensato de decir que se cree en algo, por el simple hecho de que uno fue educado de esa manera. La verdad es que si uno se detiene a pensar un poco en ello, esta actitud puede ser un poco absurda. Es casi como decir que uno va a desempeñar un cierto trabajo porque eso era lo que hacía su tatarabuelo, o afirmar que a uno le gusta el color rojo porque a todos en su familia les gusta dicho color.

La Palabra de Dios nos indica que cada persona debe hacer su propia decisión, ya que a fin de cuentas cada uno responderá a Dios por el camino que haya tomado.



¿Puede ser hereditaria la fe?

Hay ciertas cosas en este mundo que son hereditarias: el color de los ojos, la forma de las manos o inclusive algunas alergias a ciertos alimentos. Sin embargo todas estas cuestiones se refieren única y exclusivamente a aspectos físicos o predisposiciones genéticas. Se puede decir en broma que una persona nació luterana, o que es social-demócrata por causa de sus padres, pero eso es solamente una manera de hablar que no tiene nada que ver con la realidad.

Lo cierto es que en cuestiones de fe, muchas personas se dejan guiar por aquellas creencias que dicen haber heredado de sus padres. Al cuestionárseles respecto a su fe personal, ellos simplemente responden que son de tal o de cual religión “porque así se lo enseñaron sus padres”.

Ciertamente, aprendemos muchas cosas de nuestros padres, pero llega un punto en la vida de todos los seres humanos en que uno comienza a independizarse, a formar sus propias opiniones y hacerse responsable por las decisiones que uno hace, por los caminos que uno toma. No podemos responsabilizar a nuestros padres del empleo que conseguimos, del lugar en que vivimos o de la marca de cereal que desayunamos. Esa es una actitud que quizá resulte cómoda, pero demuestra una gran inmadurez, que en cuestiones de la vida eterna inclusive es peligrosa.

Por eso, en el presente folleto veremos lo que dice la Biblia respecto a la fe personal, y la manera en que Dios nos juzgará por nuestras propias decisiones y no por las que en su momento tomaron nuestros padres.





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Cada uno es responsable de sus propios actos

Si cierto día tocara la autoridad a nuestra casa y quisiera llevarnos detenidos porque uno de nuestros abuelos cometió un asesinato cuando era un adolescente, ¿nos parecería justo? De igual manera, si alguien asaltara un banco y en vez de encerrársele, se le diera un premio porque su padre fue un héroe de guerra, ¿nos parecería esto correcto? La verdad es que no. El hecho es que a los ojos de Dios tampoco podemos pagar por nuestros hijos, o cargarle la culpa de nuestras faltas a nuestro padres. Cada uno debe responder por lo que hizo delante de Dios: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7). “Si nos hubiésemos olvidado del nombre de nuestro Dios, o alzado nuestras manos a dios ajeno ¿No demandaría Dios esto? Porque él conoce las secretos del corazón” (Salmo 44:20,21).

Así como uno no podría esperar que se nos imputaran las deudas de nuestros vecinos o que por causa de las buenas acciones de nuestros antepasados se nos recompensara, tampoco debemos esperar que la fe que fue de nuestros padres o que nos inculcaron, pueda salvarnos. En ese sentido Dios es muy claro.



Los padres de uno también son responsables por sus propios pecados

La verdad es que no hay nadie que pueda pararse ante Dios y afirmar que no ha pecado: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Todos los hombres han pecado, inclusive nuestros padres, y por esa causa responderán delante de Dios: “He aquí que escrito está delante de mí; no callaré, sino que recompensaré, y daré el pago en su seno por vuestras iniquidades, dice Jehová, y por las iniquidades de vuestros padres juntamente, los cuales quemaron incienso sobre los montes, y sobre los collados me afrentaron; por tanto, yo les mediré su obra antigua en su seno” (Isaías 65:6,7).

De hecho, Dios es el único que puede juzgarnos con justicia (Salmo 9:4). Por ello, en algún momento todos los seres humanos que han existido se presentarán ante la presencia de Dios y responderán por su propio pecado (desobediencia): “He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía; el alma que pecare, esa morirá. El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él; y la impiedad del impío será sobre él” (Ezequiel 18:4,20). No hay la menor posibilidad de que nuestros padres paguen por nuestras faltas, o de que nosotros paguemos por las suyas. Por eso es responsabilidad de todos nosotros hacer nuestra propia elección, sin importar la religión que nuestros padres nos hayan inculcado. A fin de cuentas ellos eran seres humanos, igual que nosotros, y podían haber estado equivocados. No debemos olvidar que: “Los padres no morirán por los hijos, ni los hijos por los padres; cada uno morirá por su pecado” (Deuteronomio 24:16).



Somos tan pecadores como nuestros padres

Así como nuestros padres fallaron, debemos reconocer que nosotros también hemos fallado: “Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque” (Eclesiastés 7:20). Nadie está libre de pecado. Todos hemos fallado delante de Dios y debemos reconocerlo: “Pecamos nosotros, como nuestros padres; hicimos iniquidad, hicimos impiedad” (Salmo 106:6).

Por eso, la fe que nos inculcan nuestros padres no puede salvarnos, porque en ocasiones somos igual de malos que ellos, e inclusive en ocasiones hasta un poco más: “Entonces les dirás: Porque vuestros padres me dejaron, dice Jehová, y anduvieron en pos de dioses ajenos, y los sirvieron, y ante ellos se postraron, y me dejaron a mí y no guardaron mi ley; y vosotros habéis hecho peor que vuestros padres; porque he aquí que vosotros camináis cada uno tras la imaginación de su malvado corazón, nos oyéndome a mí” (Jeremías 16:11,12).



Podemos cambiar el rumbo que tomaron nuestros padres

Sin embargo, aún hay esperanza. Así como Dios no nos hace responsables por aquellos pecados que nuestros padres hayan cometido, también nos da una oportunidad para que nos reconciliemos con Él: “No seáis como vuestros padres, a los cuales clamaron los primeros profetas, diciendo: Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Volveos ahora de vuestros malos caminos y de vuestras malas obras; y no atendieron, ni me escucharon, dice Jehová. Vuestros padres, ¿dónde están? […]” (Zacarías 1:4,5).

Si nuestros padres recorrieron un mal camino, nosotros podemos abandonarlo. No estamos obligados a seguirlo por el simple hecho de que así nos lo indicaron nuestros padres: “Y si dijereis: ¿Por qué el hijo no llevará el pecado de su padre? Porque el hijo hizo según el derecho y la justicia, guardó todos mis estatutos y los cumplió, de cierto vivirá” (Ezequiel 18:19).

En este momento, Dios nos está dando una oportunidad para que nos volvamos a Él: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien así mismo hizo el universo” (Hebreos 1:1,2).



Un solo camino: Jesucristo

Dice un viejo refrán que “Todos los caminos llevan a Roma”. Esto es sólo una forma de hablar. La verdad es que en el mundo real sólo hay una manera de hacer las cosas y todas las demás están equivocadas. Por eso es que debemos considerar nuestros caminos: “Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte” (Proverbios 14:12).

Así como no todos los caminos llevan a Roma, tampoco todos los caminos nos llevan a Dios. El hecho de que muchas personas sigan uno u otro camino, o que ese sea el camino que nuestros padres hayan seguido, no significa que por eso sea el camino correcto (es decir, que nos lleve a Dios). “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella. Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son las que la hallan” (Mateo 7:13,14).

En realidad, el único camino que nos lleva a Dios es Jesucristo: “Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6).

Si queremos acercarnos a Dios, debemos seguir a Cristo. Pero esa es nuestra propia decisión. Nadie puede tomarla por nosotros. Es algo que depende únicamente de nosotros ya que ante Dios somos responsables de la decisión que tomemos.



Debemos tomar nuestras propias decisiones

Hay ciertas cosas que nuestros padres escogieron por nosotros, como nuestros nombres, pero debemos entender que somos seres independientes de ellos y que no podemos basar nuestra fe en lo que ellos creyeron: “El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí” (Mateo 10:37). “Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna” (Mateo 19:29).

La Biblia nos muestra que es la Voluntad de Dios que cada uno de nosotros tome su propia decisión, porque a fin de cuentas cada uno tendrá que asumir las consecuencias de aquella decisión que haya tomado. “He aquí yo pongo hoy delante de vosotros la bendición y la maldición: la bendición si oyereis los mandamientos de Jehová vuestro Dios, que yo os prescribo hoy, y la maldición, si no oyereis los mandamientos de Jehová vuestro Dios, y os apartareis del camino que yo os ordeno hoy, para ir en pos de dioses ajenos que no habéis conocido […] Mira que yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal; […] escoge pues la vida, para que vivas tú y tu descendencia” (Deuteronomio 11:26,28; 30:15,19).




Sólo nuestra propia fe puede reconciliarnos con Dios

Estos son tiempos peligrosos. “Porque se levantarán falsos Cristos y falsos profetas, y harán señales y prodigios, para engañar, si fuere posible, aún a los escogidos” (Marcos 13:22). Es por eso que debemos tener muy presente que el único camino para llegar a Dios es Jesucristo. “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1ª Timoteo 2:5). Nuestra esperanza es precisamente ésta: “Mas el impío, si se apartare de todos sus pecados que hizo, y guardare todos mis estatutos e hiciere según el derecho y la justicia, de cierto vivirá; no morirá” (Ezequiel 18:21).

Una cosa es cierta, si depositamos nuestra fe en Jesucristo, podemos ser salvos: “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá” (Romanos 1:17). “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8,9). De tal manera que: “Justificados por la fe, tenemos paz para con nuestro con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Romanos 5:1,2).

Sin importar cuál haya sido la fe de nuestros padres, lo importante para Dios es cuál es nuestra fe. En cierta ocasión una mujer que padecía se acercó a Jesucristo buscando alivio para sus males; la respuesta que Él le dio es muy importante para nosotros, porque demuestra claramente que no importa la fe de los padres de uno, sino la fe que uno mismo tenga: “Y él (Jesucristo) le dijo: Hija, tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda sana de tu azote” (Marcos 5:34). Lo importante para Dios es que sea nuestra propia fe y nuestra propia decisión ya que los únicos que tendrán que atenerse a las consecuencias somos nosotros mismos.



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